Hay un ser que habita la tierra, se convierte en espíritu o en materia, se transforma en sed y en camino. Nos espera cada día y cada instante, a la sombra de un deseo, de una palabra, de cualquier encuentro. Nos mira desde nuestra propia naturaleza, encarnado en ella. Nos ama y nos da la fuerza para levantarnos cada día, hacer lo que tenemos que hacer y ayudar a quien lo necesita.
Lo podemos ver en los ojos de los niños, en la sabiduría de la naturaleza, en nosotros mismos y en nuestra búsqueda personal.
Ese ser es el único protagonista de toda la creación y también de cada pequeña historia. Si no le ponemos obstáculos inspira nuestros días y nos hace sencillo el camino que hemos venido a andar.
Si nos unimos a su estela y su luz alcanzamos la cima de nuestra montaña interior sin esfuerzo por nuestra parte, incluso sin proponérnoslo, de un modo natural.
La comunicación, verbal o no, con ese ser, la llamamos oración. Podemos vivir dentro de una oración, y desde ahí contemplar el mundo, también a nosotros. Miramos todo con otros ojos cuando hacemos hueco al más allá en nuestras vidas y buscamos las palabras que necesitamos para construir nuestra nueva existencia, para abrir horizontes y espacios donde compartir la vida y donde siempre quepamos todos.
Facilitar que pase a través de nosotros ese ser, esa luz, es nuestra tarea de cada día. No podemos descuidar ese encargo, somos necesarios para que la buena energía lleve su bendición a todos los rincones del universo. Y tomamos el relevo, en el lugar que ocupamos, de todos aquellos que nos han hecho llegar esa misma luz.
Mis bendiciones a todos los que me han precedido, y a todos los que vendrán después, para completar esta imparable e infinita cadena de luz y de amor.






